Un mitin cargado de emociones
En un abarrotado estadio, Donald Trump rindió homenaje al activista conservador Charlie Kirk en un evento que fusionó un mitin político con un culto religioso. Entre crucifijos y fuegos artificiales, el expresidente se dirigió a su público, haciendo gala de un discurso que reflejó su libertad de expresión. A diferencia de su primer mandato, ahora se siente respaldado por la maquinaria estatal y recibe aplausos entusiastas. Durante su intervención, confesó ante un auditorio que reza y levanta las manos al cielo: “Odio a mi oponente…” y añadió que no le desea nada bueno, provocando risas entre sus seguidores. Esta retórica parece ignorar principios fundamentales, como el llamado a amar a los enemigos que se encuentra en Mateo 5:44.
La política del odio
El discurso de Trump se caracteriza por la utilización del odio como herramienta política, convirtiendo al adversario en una amenaza existencial. Se crean narrativas donde los inmigrantes son vistos como parásitos y los ecologistas como obstáculos a la prosperidad. En este contexto, el odio se convierte en un espectáculo que resulta más atractivo que la razón y más lucrativo que el diálogo. Este fenómeno, que también se observa entre sus imitadores en Europa, no busca la reconciliación, sino la aniquilación de los oponentes. En su intervención en la ONU, Trump atacó a Europa, culpando a la inmigración de la destrucción cultural y descalificando las políticas verdes. Su rechazo a la cooperación multilateral es evidente, y se manifiesta incluso en su frustración con el funcionamiento de la escalera mecánica y el teleprompter, evidenciando su tendencia a culpar a otros por sus inconvenientes.