Redescubriendo cicatrices emocionales en un pueblo alicantino

Regresos a lugares ancla

Escribo estas líneas mientras organizo un viaje a Asia, rodeado de mi checklist, pasaporte y postales de Java que me envió una amiga fotógrafa. La emoción por explorar nuevos destinos me embarga, pero también me doy cuenta de que hay lugares cercanos que esperan ser redescubiertos, como viejas cicatrices.

Todos llevamos dentro mapas de experiencias que nos marcan emocionalmente. Hay pueblos costeros que evocan el amor de un verano y barrios donde sufrimos desamores. En mi caso, uno de esos lugares ancla es un pueblo alicantino donde pasé mis veranos de infancia con mis abuelos y mi madre. Aunque está lleno de recuerdos felices, también trae consigo la tristeza de su ausencia.

Recuerdos que resurgen

Recientemente, volví a este pueblo tras un fin de semana en una finca cultural. Durante las tres horas de espera para mi autobús, decidí explorar las callejuelas del casco antiguo que llevan al castillo. Allí, entre banderines de colores que celebran las fiestas de San Ramón, recordé la terraza donde mi abuela hacía jabón. Es curioso cómo a veces buscamos en lugares lejanos lo que podemos encontrar en refugios olvidados.

En pleno agosto, el pueblo estaba desierto. Me senté en un bar desconocido y, mientras disfrutaba de un plato de pechuga empanada, un anciano se unió a mi mesa. Su conversación me llevó a recordar a mi abuela y las delicias de su cocina. En ese breve encuentro, reviví aromas y sonidos que creía perdidos. A diez minutos de mi autobús, volví a la azotea familiar, consciente de que los viajes no siempre requieren grandes distancias; a veces, el verdadero viaje es hacia los rincones de nuestra memoria.

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